Su ironía impiadosa le valió el apodo de amargo. Nunca se supo cuál fue su final: su rastro se perdió en los campos de batalla de la Revolución mexicana. Quedaron sus textos, el misterio y la leyenda. Inspiró el Gringo viejo de Carlos Fuentes, escritor que en cierta forma le adeuda el inicio de su fama.
Las narraciones de Ambrose Bierce aún gozan del favor de los lectores y, por su parte, la crítica le ha dado jerarquía de maestro entre los pioneros del relato breve moderno. Bastará con acercarse, por ejemplo, a ficciones como Cuentos de soldados y civiles o a sus Fábulas fantásticas para saber por qué. En el terreno de la no ficción, además de los artículos periodísticos, es famoso su Diccionario del diablo.
El apodo, sin duda, deja afuera muchos de los sabores que la pluma de Bierce evoca: sin ir más lejos, la acidez de las observaciones y la sequedad de muchos finales de cuento suelen ser en su prosa más frecuentes que la amargura.
A modo de epílogo, dejamos un micro-relato de nuestro autor para paladear.
El león y la espina
Un león que recorría el bosque se clavó una espina en la pata. Al encontrar a un pastor, le pidió que se la sacara. El pastor lo ayudó y el león, que no tenía hambre porque acababa de devorar a otro pastor, siguió su recorrido sin hacerle daño alguno. Tiempo después, tras una falsa acusación, el pastor fue injustamente condenado a muerte: lo arrojaron a los leones en el anfiteatro. Cuando las fieras estaban por devorarlo, una de ellas dijo: “Este hombre me sacó una espina de la pata.”.
Al oírlo, el resto de los leones, solemnemente, se abstuvieron y el que había hablado se comió él solo al Pastor.
Fábulas fantásticas (Fantastic Fables, 1899)
